Almendares

Parque Alemndares de la Habana
Foto: Alan Esteva

El otoño lo confunde todo, ya no sé si es este milenio en su avance exánime, este andar de isla como potro domesticado, aquel pony que monta el niño junto al parque. Quizá sea la victoria del otoño tardío sobre todas las cosas -pienso-, una dictadura, otoñal y definitiva. El pony va de medio lado, cojea y mira al frente, solo mira al frente y el niño sonríe, luego se baja ya no tan feliz y corre a pedir otra moneda para darse otra vuelta. Voy pateando piedrecitas mientras atravieso el parque con aires de quien quiere atravesar la vida entera. ¡Pero si en Cuba no hay otoño!, me dicen siempre. Oigo una madre que regaña, que ese túnel-gusano de colores apesta a mierda y a orines, pero el niño no le presta la más mínima atención y vuelve a recorrerlo sacando la cabecita por aquí, la manito por allá y su risa se desvanece túnel adentro ya no sabría decir qué risa le corresponde a cada niño, a esa edad todas nuestras risas eran tan iguales. No puedo montarme en el columpio porque ya sabemos, estoy grande, pero sí puedo algodón de azúcar, lo voy agarrando a trozos con la punta de los dedos, y se desvanece en mi lengua y bajo el puente por donde trasiegan los autos grita mi voz: ¡Yo no diré que sea el más hermoso..! y el eco ¡hermoso, hermoso, hermoso! ¡Pero es mi río, mi país, mi sangre! Y el eco ¡sangre, sangre, sangre! El parqueador se encoge de hombros cuando le digo, ¡es Dulce María Loynaz!, luego suspira, luego me ve alejarme hacia los árboles con sus grandes raíces llegando al suelo, como enormes zancadas de árbol corriendo a cualquier parte. Luego, nada. Cuando por fin llego al pequeño muelle sale el último bote alquilado por una hora entera, ya para entonces mi algodón de azúcar ha desaparecido, es solo un palillo de cartón pegajoso entre mis manos que avanza mirando el agua turbia del río Almendares, los restos de algas flotando y el guarda de la otra orilla no sé si bosteza y vuelve a cerrar los ojos, o bosteza y me mira. No sé. Para cuando llego al final del muelle-asfalto-orilla hay una mujer que deja los girasoles cual cinco promesas flotando al antojo de la corriente o al designio de la virgen, quién sabe. Me voy por el camino de tierra, por la orilla resbalosa donde, cuidado, un paso en falso y se va a parar al agua fangosa y abusada de ofrendas. No me siento en la roca grande donde al parecer ha habido un sacrificio, me siento un poco más allá, en otra más pequeña, rodeada de pequeños huecos-cuevas. Los cangrejos se espantan a mi llegada, huyen. Los cangrejos, tal su costumbre, caminan hacia atrás.

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